Los sentidos son cinco, en eso estamos de acuerdo. Desde muy chicos, casi bebés, los niños son estimulados visualmente con colores fuertes y diferentes texturas en juguetes pensados especialmente para estimular el tacto. Se despierta la curiosidad auditiva con melodías, ladridos, ruidos y ruidito. Todo está preparado para estimular nuestros sentidos. Y funciona, seguro. Pero, del olfato y del gusto, ¿quién se encarga? Como si no existieran. ¿Entonces? Entonces, más allá de que a muchos bebés se los alimenta nada más que con papilla de zapallo, queso crema, pollo, sémola, galletas cargadas de azúcar y no mucho más durante meses, lo que quieren comer por voluntad propia es rojo, verde, amarillo, azul, con ruidos, brillos y toneladas de azúcar o sal (casi todo lo que se vende en los quioscos). Es decir que este tipo de elecciones no se debe nada más que a un marketing dirigido a los más chicos, sino que tiene que ver, además –y en gran parte–, con una falta de estimulación temprana de los sentidos del gusto y el olfato. Porque, de estar bien desarrollados, les daríamos a los chicos herramientas más fuertes para que no sean tan vulnerables en el tire y afloje que se da entre lo que queremos que coman cuando crecen y lo que piden por ellos mismos.
Generalmente, les damos cosas casi sin olor, con sabores o muy sosos o muy salados, o dulces y con aromas artificiales (snacks y golosinas, más que nada). Y es en ese marco que la mayoría de los alimentos naturales no encuentra su lugar porque, sencillamente, no se les dio la posibilidad de hacerse conocer. «La comida es aburrida y no me gusta; la chatarra es divertida y rica». Eso es, perdón, una pavada.
Si no queremos que los chicos consuman tanto azúcar, la solución no es darles productos light, porque siguen siendo dulces y lo único que vamos a hacer es elevar su necesidad por este sabor. Algo que van a aplacar con cualquier cosa cuando no los miramos (obvio, de nuevo: golosinas y snacks).
Otro tema muy importante: los desórdenes alimentarios. Generalmente, se trasmiten de madres a hijas. Por eso, es importante que los chicos nos vean comer e interactuar con la comida. «Comer juntos» no es sólo un hecho social, es, además, un momento ideal para dar ejemplos. Lo sabemos: aunque se rebelen, los chicos siempre copian a los grandes. Para empezar, nosotros no deberíamos comer tanta azúcar ni cosas dulces. Los chicos hacen lo que ven.
Lo dijimos más de una vez, pero lo vamos a repetir: la clave es «de todo» y lo más natural posible. Los chicos pueden comer fritos, panceta o grasas siempre y cuando lo que más consuman sean vegetales y frutas. Y ahí el tema es lo que queda afuera de la dieta (y no tanto lo que comen). Ese es el problema. Si les damos salchichas, puré, fideos, milanesas, pizza, empanadas, bifes, arroz, pollo, frituras de pescado compradas y papas fritas, no esperemos que su dieta sea más variada cuando sean grandes. A los chicos hay que darles comidas ricas. Pero ricas en vitaminas. Ricas en grasas buenas. Ricas en sabor. Ricas en variedad. Y comer variedad de alimentos –también lo dijimos– no significa gastar más plata.
Los vegetales y las frutas de estación son los más baratos y rotan todo el tiempo, pero, si los chicos no los conocen, es obvio que nunca van a gustar de ellos. La idea no es que coman verdurita hervida –obligados– porque les hace bien. Todo lo contrario: tienen que comer con ganas, porque lo que consumen tiene que gustarles. Y para eso es importante que prueben.
Hay un dato que es fundamental: de manera casi hereditaria, nos gusta la carne, eso está comprobado. Pero al resto de los alimentos hay que probarlos. El truco está en que para acostumbrarnos a un sabor y saber si realmente nos gusta o nos disgusta hacen falta, por lo menos, nueve intentos. Así que no es necesario forzar las cosas de entrada, nos quedan otras ocho oportunidades.
Otra cosa. Tampoco hay que decir «no, la espinaca no le gusta», adelante del pequeño o la pequeña en cuestión, porque a partir de ese momento es casi seguro que nunca más le guste. Si pregunta «qué es», es mejor decirle: «tortillitas de bosque» –o alguna mentirita de esas–, en lugar de responderle «espinaca»; de esa manera, dejamos abierta la oportunidad para otra prueba de espinaca.
Cuando les demos a los chicos un sabor nuevo, no lo hagamos con ansiedad o temor a que no les guste, demostremos entusiasmo: ellos perciben todo. Darles frutas enteras para que jueguen y la toquen es una muy buena forma de empezar. Si se meten todo en la boca, también lo van a hacer con una pera, por ejemplo, que siempre es mejor que la tapa de plástico de algún envase.
Nunca es tarde. Y es bueno saber que no nos disgusta cambiar, sino que nos hagan cambiar por la fuerza. Por eso, es bueno entender los mecanismos para inducir el cambio sin que resulte agresivo.
Enseñarles a los más chicos a comer bien empieza por estimular su paladar desde el momento en el que llegan al mundo. La leche materna cambia de gusto según lo que come la madre, y es bueno que el bebé se acostumbre al cambio, a lo imprevisible. En definitiva, y a fin de cuentas, así es la vida.